dimecres, 13 de maig del 2009

JUAN GIL-ALBERT (1904-1994)

Alfonso López Gradolí
(Texto de la conferencia. Alcanar, 13 de mayo de 2009.
Setmana Cultural 2009)


¿POR QUÉ HAY QUE LEER A LOS CLÁSICOS? ¿POR QUÉ HAY QUE LEER A JUAN GIL-ALBERT?

Nacido en Alcoy (Alicante), el 1 de Abril de 1904, en la calle del General Polavieja –hoy de San Lorenzo–. Su padre, empresario y comerciante, decidió en el año 1912 trasladarse a Valencia, en donde abrió un almacén de ferretería. Después de sus estudios en el colegio de los Escolapios, de la calle Carniceros, comenzó las carreras de Derecho y de Filosofía y Letras. Más tarde, por diversas razones, abandonó los cursos universitarios y decidió dedicarse por completo a la literatura.

Juan Gil-Albert, quien en realidad se llamaba Juan Gil Simón, adoptó, para firmar sus libros, los dos
apellidos de su padre, separados por un guión. Falleció en Valencia, 1994). El “Diccionario Espasa de Literatura Española”, de Jesús Bregante, Madrid 2003, lo define como “Poeta, narrador y ensayista”, tres géneros literarios en los que destacó notablemente, como reseñaremos brevemente en estos minutos siguientes.

Sus primeras obras fueron en prosa: La fascinación de lo irreal (1927), Vibración de estío (1928), Cómo pudieron ser. Galerías del Museo del Prado (1929), Gabriel Miró (El escritor y el hombre) (1931), Crónicas para servir al estudio de nuestro tiempo (1931), si bien pronto se decanta por la poesía. Formalmente clasicista –suele emplear el endecasílabo y el soneto- , su tono melancólico busca en la belleza de la antigüedad griega y de la música, el intimismo y la exquisitez que ha llevado a la crítica a considerar a Gil-Albert como el Marcel Proust español, aunque nada ha servido para librarle del injusto olvido con que ha sido desatendida su obra.

De gran minuciosidad, precisión y sensualidad verbal, sus poemarios fundamentales son Misteriosa presencia (1936), sonetos amorosas de influencia gongorina , Candente horror (1936), Son nombres ignorados (1938), donde la temática bélica adquiere acentos muy personales. Exiliado en Méjico y Argentina, publica, en este último país Las ilusiones (1945), a cuya tonalidad melancólica se superpone un impecable clasicismo formal, que encuentra en motivos como la música o la antigüedad griega un contrapunto ennoblecedor al desengaño del poeta. Su vuelta a España, en 1947, adensa aún más este intimismo culturalista, patente en el resto de sus libros, entre los que destacan El existir mediante su corriente (1949), Concertar es amor (1951), La metafísica (1974) y Homenajes e In promptus (1976). Todos estos libros han sido compilados en una Obra poética completa (1981), que consta de tres volúmenes, editados por la Instituçió Alfons el Magnànim valenciana.

A todos ellos hay que añadir libros en prosa, donde conviven las memorias con el ensayo, la crítica, la autobiografía o la crónica, como Contra el cine (1955), Concierto en mi menor (1964), La trama inextricable (1968), Los días están contados (1974), Crónica general (1974), Memorabilia (1975), Cantos rodados (1976), Drama patrio (1976), Breviarium vitae (1979), entre otros, además de las narraciones Valentín (Homenaje a Shakespeare) (1974), El retrato oval (1977) y Tobeyo o del amor (1990).

No cito los títulos de todos sus libros; solamente de aquellos que han tenido una mayor difusión y son más fáciles de encontrar en bibliotecas, sin tener en cuenta una mayor o menor calidad literaria, que es uniforme en la totalidad de sus publicaciones. Tengo una xerocopia con la lista de ellas, que pongo a vuestra disposición, pero no creo necesario leerla.

En 1982, recibió el Premio de las Letras Valencianas. El Ayuntamiento de Valencia le declara Hijo Adoptivo de esta ciudad.

1983. Alcoy le declara Hijo Predilecto, concediéndole la Medalla de Honor de esta ciudad.

1985. La Universidad de Alicante le inviste Doctor Honoris Causa.

1986. Es elegido el primer Presidente del Consell Valencià de Cultura, tras su constitución.

Una noticia histórica: en el año 1938, durante la guerra civil española, le retiraron el Premio Nacional de Poesía, ya concedido, por su libro Son nombres ignorados, debido a su negativa a afiliarse al Partido Comunista. Y dijo que pertenecía al grupo de los que defendían la libertad, tanto política como literaria, frente al compromiso y la utilidad práctica del arte.

No ha tenido Gil-Albert ninguno de los importantes premios de carácter nacional, o estatal, o por decirlo de otra manera, de los premios que se conceden en Madrid, pero esta es una de esas deudas que la cultura española, tan poco considerada con sus grandes creadores, arrastrará para siempre.

Quizá en mayor medida que en ningún otro oficio artístico, los escritores están determinados por su lugar de origen. Esta fue la idea central de una conversación que tuve con mi amigo el escritor Pedro J. de la Peña, escritor y profesor de literatura, y, asimismo, un gran admirador del creador alcoyano cuya figura excepcional comentamos.

Si para cualquier ser humano los años decisivos son los de la infancia, porque en ella se forjan los sentimientos más profundos, las sensaciones más hirientes, en el caso de la escritura –que es una fuerza de la sensibilidad antes que un resultado del conocimiento– los orígenes imprimen los rasgos del sentir y el vivir de una manera indeleble que marcarán la mirada y el estilo de cualquier autor.

El escritor tiene siempre tres patrias: el idioma, la infancia y la tierra. En esa trinidad se apoya todo su ser. Desde ella, el trabajo y el conocimiento, la experiencia y la reflexión, se combinan para madurar su arte. Sin la patria de origen, no hay escritura viva. El impulso germinal es siempre anterior, se remonta siempre a los principios y regresa a ellos para recuperarlos y ensayar su descubrimiento una y otra vez.

Lo que caracteriza a Alcoy, la ciudad donde nació Gil-Albert es su fuerte tradición industrial. Los primeros años del siglo XX, la población sería de unos treinta mil habitantes. La vida alcoyana respondía a una tónica de trabajo poco frecuente en el país: a una tónica catalana. Alcoy producía tejidos y papel. La industria papelera había conseguido popularizar algunas marcas de papel de fumar, el Blanco y Negro, el Pay-Pay y el Bambú. En cuanto a la textil, justo es decir que no sobresalía por su calidad; muy inferior a la catalana, sus paños olían a ácidos químicos y los usaban como indumentaria, con exclusividad, aparte de la tropa, las clases más modestas del país.

El negocio familiar era el de ferretería, ampliado a cristalerías de importación, vajillas de fabricación nacional y también extranjeras. Una tienda próspera.

Juan no descubre Alcoy como una ciudad literaria, sino que es Alcoy quien le descubre como escritor. Nace a la literatura desde su misma infancia, al abrir los ojos a la vida y a la razón en sus paseos por Alcoy, ciudad propulsora de su conciencia social, al encontrarse ante un mundo cargado de conflictos que afectaron hondamente su carácter infantil.

La zona en la que vivía la familia Gil-Albert era la Vila histórica de Alcoy. Un barrio de casas burguesas y locales comerciales, del que queda algún resto del modernismo de primeros años del siglo XX. Estaba muy próxima a la Plaza Mayor y ajena a los arrabales del sur de la ciudad, hacia el barranco de Na Lloba, donde vivían los obreros y lo que antes se llamaba “la clase humilde”.

Sus libros de recuerdos son autobiográficos, pero sería más preciso decir que son reveladores de una intimidad que nace desde el conflicto entre su lugar de origen y la clase social a la que pertenece. Es decir, entre Alcoy como lugar pionero de la industrialización, con sus fábricas, sus obreros y sus conflictos sociales y Gil-Albert como hijo sensible de una familia de alto nivel económico que le llena de mala conciencia y le hace asimilar su potencial rebeldía antiburguesa.

Ha recordado sus nueve primeros años de su vida en los libros Memorabilia, La trama inextricable y también en Crónica General. Memorias que recomponen su pasado con una gran precisión. Su pasado en un siglo lleno de crisis y de catástrofes que van a sacudirlo en sus cimientos en las dos guerras mundiales, con sus horrores y las mutaciones consiguientes. Nada de esto pudo quedar ajeno a la observación de un hombre cuya obra en tantas ocasiones ha sido definida como de una “meditación autobiográfica”.

Sus años escolares transcurrieron, felizmente, en el colegio de los Escolapios. Se aficiona allí a las letras, recita poemas en los finales de curso, adquiere sus primeras amistades importantes, empieza a conocer esa nebulosa multiforme a la que se suele llamar la realidad.

Antes de abocetar unos comentarios sobre sus obras literarias fundamentales, pertenecientes a los tres géneros, poético, narrativo y ensayístico, permitidme que acuda a los recuerdos personales, a instantes que he compartido con él y a otros muchos que recordaban mis padres, que fueron vecinos de Gil-Albert durante los años treinta del siglo pasado, incluidos los de la guerra civil española.

Le conocí cuando el escritor estaba en la plenitud de su madurez, como un ser cuajado de grandes experiencias históricas, con una vida intensa de aconteceres personales y de una amplia obra escrita. Yo sentía una especial fascinación ante un personaje simpático, sabio, elegante y de trato asequible, con una grandísima memoria y su capacidad de describir las cosas hasta sus últimas minucias. En esto he coincidido con otros compañeros de letras, como Pedro J. de la Peña, Ricardo Bellveser, Joaquín Calomarde, Guillermo Carnero y muchos otros.

La obra de Gil-Albert, dispersa e inconclusa en buena parte y publicada a destiempo en su mayoría, muestra las deficiencias de nuestro sistema cultural pero le permite, a su vez, por su propio aislamiento, ser suya ante todo. No se encuentra distribuida en los apartados o géneros tradicionales, sino que fluye de manera igualmente válida a través de una personalidad que se nutre, en la ausencia de un panorama cultural comunicativo, como un cultivo propio.

Para Gil-Albert, el valor de la modernidad textual, es decir, la fascinación por el vanguardismo latente en la generación del 27, fue rápidamente desechado en beneficio de la autenticidad de lo permanente. Su obra nace a partir de la lectura de autores muy consagrados en medio de una estética caracterizada por el aplomo de la madurez. Obras y autores de todos los tiempos: La divina comedia, de Dante, Los Cantos de Leopardi, En busca del tiempo perdido, de Proust, El retrato de Dorian Grey, de Oscar Wilde o Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche. Obras que han dejado una huella más perceptible en su obra desde las literaturas extranjeras. Y, en las letras españolas, las jarchas, los grandes autores del llamado Siglo de Oro (Boscán, Garcilaso, fray Luis de León, Lope de Vega, San Juan de la Cruz).

Podríamos citar más nombres. Como ocurre en Homenajes e Impromptus, el reconocimiento de sus fuentes es tan amplio que bastaría para percibir hasta qué punto la construcción de la poesía gilalbertiana ha sido una suma de todo lo más variado y excelso de la literatura universal, con especial incidencia de los autores franceses (Montaigne, Gide) y de los españoles (Cervantes, Maragall, Valle-Inclán, Azorín y Gabriel Miró).

No es extraño, por eso, que la obra de Gil-Albert, impregnada de la literatura y el pensamiento más refinadamente clásicos, se caracterice, como prosista, por la amplitud de sus párrafos, de frases largas, eufónicas y sostenidas, llenas de morosidades, que contribuyen a un ritmo similar por su lentitud al de los andantes musicales. Su prosa crece en círculos expansivos, cada vez más amplios, que crean una serie de meditaciones en torno al nexo central. Esto dota a sus libros de una densidad fragmentaria y difícil. La originalidad de las digresiones permite toda una gama de subgéneros colaterales al nexo central. Y puede decirse que en sus páginas, densas y compactas, se produce una especie de prosa proliferante que van engarzando sus distintas ramificaciones como en una lámpara se engarzan los brazos a un solo eje central que es el conducto de su luz.

Pasó por las vanguardias, cruzó entre distintas modas incluidas la poesía social o la poesía del lenguaje, sin afectarse en lo esencial por ninguno de esos procesos históricos.

Su literatura es clásica, ajena a los aspectos más deshumanizados del arte moderno. Su poesía, por ejemplo, no es enigmática ni críptica, sino sorprendente, porque logra dotarla de una hondura que apenas existe en los artificiosos ensayos de laboratorio.

En vida y obra, Gil-Albert representa un modelo de intelectualidad que vive para sí, ejerce su magisterio de ermitaño frente al cenobio de los monjes claustrales del sofisticado mester de clerecía.

El profesor y poeta Pedro de la Peña ha escrito de una triste cuestión: el largo y desesperante letargo que ha seguido a su muerte. Un doloroso e incomprensible silencio mediático, editorial y administrativo. Su obra no ha sido ni divulgada ni trabajada como se merece.

Por ello, con esta charla, me parece oportuno romper una lanza por quien fue, por quien es, por quien será, uno de los prosistas y poetas más grandes en la España del siglo XX.

¿Cómo era Juan Gil-Albert? Todo en su figura se organizaba desde la concentración de la inteligencia y el don de la gracia. Agudo y penetrante observador. Vitalista y gozador del mundo. Gozador, sobre todo, para adentro. Sabio de múltiples saberes poco apreciados hoy en día: sabio de nubes, colores, irisaciones de la tarde, bordados sobre telas, cantos de pájaros, condensaciones de azúcar en la miel... Saberes que lo han convertido en un especialista de casi todo lo inservible para una ciencia basada en el positivismo.

Recuerdo mis conversaciones con él. Él mismo se tenía muy presente y se convertía en muchas ocasiones en el protagonista casi exclusivo de su conversación. Absuelto de los engaños de la modestia, nunca ocultaba su yo. Hablaba con profusión de su vida, sus avatares, sus exilios, sus relaciones literarias o sociales. Hablaba, especialmente, de su obra. Lo hacía, claro está, valorándola, estimándola, pero a la vez compartiéndola, deseando que fuera para su interlocutor un acto de comunión fraternal y participativo. No le gustaba anularse, pero tampoco nos anulaba, sino que nos atraía, con imantada persistencia, hasta el círculo de sus intereses. Ese yo omnipresente está, por tanto, en relación identificativa con los valores estéticos de su obra. O sea, que del mismo modo que la casa guarda una profunda relación de armonía con el hombre que la habita, el hombre guarda igualmente –como casa que es– una profunda armonía con las palabras que lo habitan y que él ha ido deshabitando y relocalizando en cada uno de sus libros.

Este retrato personal no es una evocación, sino un pórtico para un descubrimiento. Un paso imprescindible para dictaminar que Juan Gil-Albert es uno de los pocos maestros que ha dado la literatura contemporánea. Maestro por sus palabras, claro está. Pero no sólo por ellas. Porque más importante que el magisterio de los conocimientos es el magisterio de las actitudes. Cualquiera puede enseñarnos lo que sabe, pero resulta mucho más difícil enseñarnos lo que se es. Este contemporáneo no sólo nos ha enseñado lo que sabía –aunque también– sino, ante todo, una manera de estar en el mundo. Ha pasado la vida entera entregado al recogimiento y la soledad. Una vida de monje y, casi, casi de cartujo. No en vano a la habitación que le servía de estudio en su casa de la calle de Colón la llamaba “mi celda”. De la que no era, desde luego, prisionero, pero tampoco siempre huésped voluntario. Su exilio interior es definitorio de una situación cultural e histórica determinada.

Desde el año 1947 al 1974 su obra no fue valorada en absoluto. Fuera de unos pocos selectos, de ella no se tenía ni noticia. Eran años difíciles para el pensamiento y en los que la vida cultural se regía por gentes de modesta sensibilidad, cuando a ello no se unía la mala fe o la ignorancia bochornosa. Pero es que, además, el pensamiento expuesto en esa obra procedía de un hombre heterodoxo en múltiples asuntos al uso de aquellos días.

Vivía, en consecuencia, un aislamiento social casi absoluto. Pero no se trataba de una soledad gratuita ni simplemente digna. Aquel hombre, frente a la alucinación y el ajetreo de cada instante, ofrecía un enriquecedor ensimismamiento: tenía tiempo para leer, pensar profundamente las cosas, vivir casi intangiblemente los afanes, gozar el paso de las estaciones y contemplar los hechos como quien mira el mundo a sus pies: un poco olímpicamente.

Soledad creativa, pues. Soledad que ha fortalecido un espíritu basándose en una maravillosa fe en sí mismo. Pero no una seguridad vana, basada en la confianza ciega, sino en el propio valor. Es decir, una seguridad que procede más allá de sí y le confiere el hecho de sentirse realizador de una función concreta; venido para ella; y por lo tanto, transmisor de una profunda espiritualidad.

Su obra es la de un idealista en los múltiples sentidos de este término. Su persona se siente elegida y transmisora de un legado que sólo él conoce, aunque no proceda exactamente de él. De ahí su espíritu minoritario, que le ha hecho decir cosas como que “la aristocracia es un valor individual que no cabe dentro de la estrechez de las leyes humanas”. Concepción selectiva y selecta de la vida. Pero no clasista, como pudiera suponerse. La inteligencia, la sensibilidad, las dotes personales –jamás el dinero o el poder– son quienes seleccionan a los verdaderos escogidos. Por eso Gil-Albert se compromete (y sólo en apariencia paradójicamente) desde su idiosincrasia elitista con el talante participativo de la mayoría.

Es importante la lista de escritores valencianos que en nuestro siglo pasado han realizado su obra en castellano: Azorín, Blasco Ibáñez , Gabriel Miró, Arniches, Max Aub, Miguel Hernández, Vicente Gaos. Y, junto a ellos, excelentes todos, Juan Gil-Albert.

Gil-Albert fundió en uno dos exilios: el exterior, que transcurrió en Centroamérica y Argentina desde el final de la guerra, como ya hemos comentado, y el interior, que, iniciado en 1947, lo mantuvo enclaustrado en su casa de Valencia. Estos años oscuros fueron para él años luminosos, puesto que en ellos se realiza con plenitud, el creador. En un ámbito físico tan limitado, se dispone al descubrimiento de su persona y a lo que la rodea.

La obra de J. G-A. es enteramente autobiográfica, de una vida muy interiorizada, minuciosa y rica. Tiene una de las prosas más personales de nuestro tiempo: prosa amplia, en la que las frases nos vienen de lejos, como olas que se levantan y rompen repentinas, y reaparecen, y luego semejan a las que las reemplazan.

Es un escritor que, desde el asombro, se exalta al contemplar el desarrollo de su sensitivo e inacabable razonamiento; el lector recibe la emoción creadora de doble manera: como resultado que estéticamente se le comunica, y como contemplación de la viva andadura del acto creador.

Desde lo personal y natal por gracia del arte y la hondura del sentir, alcanza Gil-Albert la universalidad. Y desde casi todas las soledades, habitando en el silencio, Gil-Albert se desvela a sí mismo, nace un hondo moralista de raíces paganas, un hedonista que concilia el lujo con la austeridad. El autor nos habla siempre desde la salvación de la vida, pues sabe que todo debería conducir a la consecución de la felicidad terrena, y ello exige una defensa conjunta de la libertad y de la justicia: estamos ante un pedagogo de la autenticidad.

Transcribo unas palabras del poeta valenciano de Oliva Francisco Brines, académico de la Lengua, sobre tres libros del escritor alcoyano.”Del largo periodo de su exilio interior quisiera destacar tres libros: Homenajes, que le sitúa entre los tres o cuatro poetas mejores de su generación (la escindida del 36), y que se señala como uno de los libros más logrados de la posguerra. Heraclés, quizá el más lúcido tratado que sobre la homosexualidad se haya escrito en lengua española. Y Valentín, un relato en el que todo es intimidad y delicadeza, uno de esos libros raros que hacen que sus lectores se reconozcan entre ellos”.

Vamos a ir al final de estas consideraciones. Es muy difícil dar en el escaso tiempo de una charla dar la auténtica imagen de un verdadero autor clásico. Lo dicen las palabras del profesor y poeta valenciano Carlos Marzal:” No existen muchos autores que podamos colocar a su lado: poeta, novelista a su manera, memorialista, ensayista, aforista; pero sobre todo, no hay muchos escritores a quienes, como él, podamos llevar a nuestro lado a lo largo de la vida, para disfrutar y aprender en él su ejemplo, su ética de la sencillez, del lujo en lo desnudo, de la renuncia heroica y de la vocación literaria a todo trance”.

Si la literatura valenciana –esa variedad que no existe, de la Literatura con mayúscula, pero que empleamos para entendernos, mediante divisiones de lo que no debe ser dividido– posee un clásico del siglo XX, en toda la extensión de la palabra, se trata de Juan Gil-Albert.

Con su afán de sutileza, con su permanente persecución del matiz, él siempre se manifestó más alicantino que valenciano, y más alcoyano que alicantino, y en esa tenue distinción, aseguraba, estaba cifrado un especial arraigamiento en el paisaje, una particular finura en la mirada, un apetito de íntima universalidad.

El juicio de clásico le resulta adecuado no sólo por el esplendor de su obra, sino además por la misma naturaleza de su vocación, que aspiró desde siempre a la alta literatura, al gran estilo, que buscan sus fuentes en la antigüedad grecolatina, y que remontan desde allí el correr de los siglos con el ejemplo de los artistas indiscutibles.

Su obra, como la de su confesado maestro Gabriel Miró, es la de un sensualista, la de una criatura enamorada del mundo, y a cuya celebración y cántico se entrega. Sin embargo, hay en Gil-Albert una frescura, una voluptuosidad estoica, la de un agradecido gozador del existir.

El destino de Gil-Albert ha parecido siempre alejarlo del público y aproximarlo a los lectores, a esa minoría de unos pocos felices que aspiran a encontrar a un hombre al completo, a alguien que pretende llegar a ser quien es, en las palabras, y que a su vez aspira a hacerse digno de la tradición más elevada. Quienes están obligados a parcelar la historia de la literatura, no saben muy bien dónde ubicarlo. Por edad –que por coquetería falseó en más de una ocasión– pertenece al 27; por avatares biográficos, primero a la España peregrina del exilio, y, más tarde, a la España del exilio interior, no menos peregrina. Hoy es un olvidado de las modas, y un maestro verdadero para el Lector con mayúscula, que también existe, y que es aquel para quien la actividad de leer no es sólo un entretenimiento, sino una manera de estar en el mundo, una necesidad orgánica. No obstante, su condición de raro, de curiosidad –tan extraña a su fondo– no debería de importarle a nadie que se acerque a sus páginas con los ojos limpios, con la frescura del agua clara que, a menudo, él cantó.

No existen muchos autores que podamos colocar a su lado –en un siglo de auténtico brillo–: poeta, novelista a su manera, memorialista, ensayista, aforista; pero sobre todo, no hay muchos escritores a quienes, como él, podamos llevar a nuestro lado a lo largo de la vida, para disfrutar y aprender en él su ejemplo, su ética de la sencillez, del lujo en lo desnudo, de la renuncia heroica y de la vocación literaria a todo trance, frente a la adversidad y frente a las veleidades de la historia. En todas sus obras destaca la luminosidad de su estilo, su honda y amplia concepción del mundo y su compromiso con la sociedad de su tiempo, de nuestro tiempo, que él definió como “liberalismo moral, democracia política, socialismo económico".


ACTITUD POLÍTICA DE JUAN GIL-ALBERT.

En la Nota previa a su libro “Son nombres ignorados”, publicado por “Hora de España”, en Valencia y en 1938, Juan Gil-Albert escribió: “(…) En mis veranos pasados en un pequeño valle alcoyano vivía rodeado de fábricas. Eran fábricas de tejidos, de borra, de papel. Desde niño conocí a esos hombres, los obreros, enrolados en una vida mecanizada y triste. Fue quizá en los últimos años de la dictadura, cuando la sórdida realidad española comenzó a inquietarme. Frecuenté el trato de los trabajadores departiendo con ellos por los senderos campesinos o en sus hogares insalubres. Las mujeres hablaban siempre de jornales, de faenas y de miseria, Estuve con ellos cuando la proclamación de la República y cuando la Revolución de Asturias. Nada puede igualar el sedante de estar en esos momentos con los que tienen razón. Naturalmente, desde hacía tiempo, Rusia se me aparecía en el horizonte como una tierra cargada de promesas, casi como la realización lejana de la felicidad. Que esta preocupación social haya influido en mi arte, es indudable. Pero considero secundario el que sean los temas los indicadores de una influencia que podría ser, en todo caso, superficial; lo importante y vivaz será registrar las transformaciones que ello haya podido producir en mi forma de sensibilidad, y la amplitud de rumores nuevos que mi inspiración conduzca al seno de la poesía. Olvidar que todos somos, en cuanto a lo social, poetas de transición, es olvidar demasiado. Y exigir de nosotros ese brusco viraje de los acontecimientos traducido de una manera directa, es provocar una repentina desvalorización y decadencia de nuestra obra, y, claro es, por tanto, de la lírica española”.

Al estallar la guerra civil española, militó comprometidamente en el bando republicano; fue secretario de la Sección de Literatura en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, y colaboró en la fundación de la revista Hora de España, de la que fue secretario, así como en el Segundo Congreso Internacional de Defensa de la Cultura.

Hojeamos su libro Memorabilia. Nos habla del exilio que siguió al final del conflicto. Transcribimos unos párrafos:

“(…) sobre todos aquellos hombres, jóvenes aún, allí reunidos, pesaba ya el designio de un drama cruento que arrancándolos de sus ensoñaciones, ay, y de sus querellas, arrastraría violentamente a todo el país, casas abandonadas, amistades perdidas, odio y fe. Unos –no todos podrían contarlo– atravesarían el mar, aceptando el asilo que les brindaba el lejano solar de sus mayores; otros permanecerían, en pequeñas comunidades, en Francia; o solos, en Inglaterra. Algunos pocos preferirían acogerse bajo los pliegues de una bandera que simbolizaba sus esperanzas: la de la URSS. Y la tierra de España, como ámbito de una comunidad de hombres, se vio, con su ausencia, desposeída de unos bienes preclaros, la llama del espíritu vivo que, por mucho tiempo, nadie, ni nada, podrían reemplazar.(…) Intercambiamos (se refiere a una visita que recibe en Valencia, en otoño del año 1936, de su amigo Ramón Gaya, que le trae las últimas noticias de Madrid: salida del Gobierno hacia Valencia y la de ellos mismos, formando parte de una expedición que trajo, en varios ómnibus, a escritores, pintores músicos, casi con lo puesto, salvamento que se debía a la Alianza de Intelectuales Antifascistas), intercambiamos nuestras impresiones, que eran, en aquellos primeros tiempos, tan condenatorias en cuanto a los hechos en sí como esperanzadas con respecto a lo que todos creíamos el único resultado posible de la contienda: el sometimiento de los facciosos y el triunfo de la legalidad. Ya que éste era –y lo seguirá siendo históricamente– el correcto planteamiento político del conflicto armado: golpe militar contra un régimen legítimamente constituido. Valencia fue pues, durante año y medio, la capital de la República y el más importante foco intelectual de la nación.”

El propio Gil-Albert se hacía preguntas sobre su actitud o su posición política en el año 1936, y en los años siguientes. Es un hombre muy próximo al marxismo; no dentro de él, pero a su lado. La crisis del momento exige participación y las fronteras donde participar son lo suficientemente claras como para que un humanista tome partido –y parte– en lo que a una sensibilidad social no puede dejar de afectarle. Gil-Albert se identifica con un bando, pero no se anula. La poesía escrita durante la guerra civil no es poesía política, ni sectaria, ni panfletaria, ni urgente, ni de agitación y propaganda, sino una poesía nacida de una actitud meditativa que, sin perder su carácter de autenticidad personal, su impronta de singularidad irrepetible, resulta, además, poesía comprometida.

Con palabras de nuestro poeta: ”Ya sé que no se debe ser apolítico –y hoy en España sería casi tan absurdo como ser neutral– pero es que así como me parece dañino, inadmisible que el artista dejase contaminar de sentido político su obra, en cambio él, como hombre, como ciudadano, puede emplear en la política todo el esfuerzo que quiera o que le exijan”.


JUAN GIL-ALBERT, UN DESPLAZADO

Su libro Tobeyo o del amor es una intensa y excepcional historia de un amor homosexual en el exilio mejicano, que se publicó cuando sabíamos que estaba gravemente enfermo, que su penetrante inteligencia, hecha de finura, sutileza y una elegancia y cortesía permanentes, iba agonizando lentamente, se apagaba como el final de una pequeña y otrora deslumbrante y discreta vela que apenas alumbraba ya. Llegada la hora final de su larga y azarosa vida, marcada siempre por un sentimiento de lo marginal, de lo exiliado, de lo descentrado en suma, cabe reflexionar el por qué su figura y su obra no han ocupado entre nosotros ese lugar central al que su calidad y penetración le otorgaban todo el derecho.

Los críticos literarios, los expertos en literatura, están acostumbrados a clasificar, a la definición de la tarea principal a la que se ha dedicado el autor que estudian o comentan. Y en el caso de Gil-Albert, su etiquetado siempre fue difícil, y en este mundo de mercado y de clasificaciones, quien no tiene etiqueta no puede venderse bien. Si se le piensa como prosista pertenecería a la generación del 27, fecha de publicación de su primer libro, La fascinación de lo irreal, un conjunto de prosas modernistas. Si se le considera poeta, estaría incluido en la del 36, cuando publicó sus primeros sonetos de Misteriosa presencia. Al final de su vida fue un profundo novelista testimonial y reflexivo, desde Valentín al citado Tobeyo. Y siempre, un testigo y memorialista excepcional, desde lo más colectivo en Crónica general, o El retrato oval, hasta lo más particular de Breviarium vitae. ¿Dónde colocarle, dónde situar una obra mucho más extensa de lo que podríamos suponer, mucho más cuidadosa y profunda que lo que el mercado querría decretar?

Al ser un intelectual afín a los republicanos, partió al final de la guerra civil a un exilio en cuyo grupo también se sentía exiliado. Exiliado que no consiguió integrarse entre los que marcharon de España, optó por un pronto regreso a España. Y en 1947 vivió en Valencia como un exiliado interior, el más discreto de todos, el más elegante, el más caballero. Desplazado, siempre desplazado. Gil-Albert es, a la vez, un pensador original y un delicado e intenso artista, un memorialista, un testigo, un excelente poeta, un magnífico narrador, un singular ensayista a veces deslumbrador. Juan Gil-Albert, un clásico.


POR QUÉ JUAN GIL-ALBERT ES UN CLÁSICO

Pocas personas he conocido con tanta fuerza interior, con tan acusada identidad personal, como este gran escritor, que me concedió, al cabo de unos años de trato afable en mis visitas espaciadas, para escucharle, el título que fue para mí una condecoración, el de amigo.

La personalidad de Gil-Albert es única entre nosotros, pues en todos los géneros vuela a una altura envidiable, y nunca lo hace en bandada. Un escritor de pura raza. Su capacidad intuitiva es certera y honda, y en el desarrollo de ese germen oscuro actúa una inteligencia lúcida y demorada. El razonamiento de nuestro autor, formulado desde una afinada sensibilidad, es poco común entre nosotros y, sin embargo, pocos escritores tan entrañados en la tierra a la que pertenece. Gil-Albert no es un escritor de público sino de lectores; es decir, un escritor permanente.

Gil-Albert tenía el concepto de la literatura como una experiencia vivida, no sólo vivida en el orden intelectual, porque él era no un intelectual solamente, sino una sensibilidad, una sensibilidad estética y, sobre todo, moral. En su poesía aparecen muchas veces reflexiones morales que no abundan en la tradición española.

Gil-Albert es sobre todo un vitalista contemplativo, una especie sedentaria del vitalismo que consiste en afirmar irremediablemente la vida, siempre, incondicionalmente. Y afirmarla a sabiendas de sus oscuridades, fragilidades y abismos. Al final siempre triunfa la vida, y lo hace con una elementalidad que también podríamos llamar estoica. Un sensualismo estoico que impregna la mayor parte de sus obras.

Su mirada se hizo desde muy pronto integradora de todas las sensaciones. Y, con la naturalidad de quien vive en tierra sembrada de restos artísticos del clasicismo, el escritor adquirió, sin esfuerzo aparente aunque con ascesis continua, la serenidad que da la trascendencia del tiempo y la convivencia con los grandes escritores grecolatinos.

La poesía que Gil-Albert escribió durante la guerra civil es absolutamente excepcional. Mientras los poetas combatientes de uno y otro bando se fustigaban con romances de discutible calidad literaria, nuestro poeta, con aliento romántico y contención clásica, escribía contemplaciones elegiacas tras las huellas de Píndaro. Le basta la contraposición del campo, ayer dormido, bajo la tutela de Démeter y entonces despierto en la turbulencia para comunicarnos que la guerra –palabra que apenas menciona en sus poemas– es una trágica profanación del ritmo natural de la vida, indefensa en su propia espontaneidad.

Desde esa misma serenidad podía él entonces mismo, entre tantas presiones sociales, cuando hasta Antonio Machado justificaba que la verdad se comiera al arte, podía defender la libertad de este arte y recriminar, por ejemplo, a Miguel Hernández el pecado artístico del melodramatismo y la condescendencia con lo fácil.

Así, maridando poesía y pensamiento en su experiencia, exploró y gozó Gil-Albert el sentido de la vida. Todo lo elevaba a canto y componía su canto siguiendo el canon clásico: “manu trementi”, con la mano temblorosa.

Siempre será para nosotros una llama inextinguible. La tuya es una palabra imperecedera. No se sostiene por la letra impresa, sino por la inteligencia y la sensibilidad que la trasciende. Tampoco importa la mayor o menor audiencia para tu palabra. Tu obra, independientemente de cualquiera que sea su capacidad de convocatoria, posee una magia indeleble. Porque es la de un clásico.

(Amb el patrocini de la Subdirección General del Libro, Archivo y Bibliotecas. Ministerio de Cultura. Programa: ¿Por qué leer a los clásicos?)